"¿Es tu primera vez?". Esa pregunta le hizo el novio a su desposada en la noche nupcial. "Sí" -respondió ella. Dijo el galán: "Te lo pregunto porque te noto inquieta, nerviosa, desasosegada". "Tienes razón -admitió la muchacha-. Todas las primeras veces me pongo así". Soy vehemente partidario de la paz. Si por mí hubiera sido no habrían tenido lugar la Gran Guerra ni la Segunda, y tampoco la de los Cien Años, ni las campañas napoleónicas, y menos aún nuestra modestísima Guerra de los Pasteles. Mi naturaleza es pacífica, aunque sé que procurar la paz entraña riesgos. Ya lo dice el antiguo proverbio: "El que mete paz saca más". Experimenté en cabeza propia -literalmente- la verdad de tal sentencia. Relataré la historia de ese suceso desastrado, pero antes preguntaré: ¿se usa todavía la palabra "pamba"? El diccionario de la Academia no la define bien. Dice que es "paliza". Yo entiendo por "paliza" una serie de golpes dados con intención de causar daño. (Guardo el titular en el que un periódico de mi ciudad dio a conocer el resultado de un juego de beisbol entre dos equipos de la liga interparroquial: "Tremenda paliza propinó el Santo Cristo a San José"). La pamba no es paliza. En ella se golpea con las palmas de las manos la cabeza de alguien, pero sin fuerza, pues no existe el propósito de lastimarlo. Es cosa de broma o travesura. Tuve en la secundaria un compañero de nombre Rodomiro, a quien todos conocíamos como Miro. Era un pan, no un pri, y menos todavía un morena. Quiero decir que era algo escaso de caletre, no solapado ni astuto. Quizá por eso los grandulones del grupo lo agarraron de su puerquito. (Ahora a eso se le llama bullying). Todas las tardes, a la salida de la escuela, le daban pamba. ¿Por qué? Porque sí; porque era Rodomiro. Yo acababa de leer "Oliver Twist", de Dickens, y me indignó ese maltrato a un inocente. Les eché en cara su maldad a los grandotes, y les exigí en términos severos que dejaran en paz a Miro. A partir de ese día todas las tardes, a la salida de la escuela, nos daban pamba a los dos. Y yo ni siquiera me llamaba Rodomiro. Esa experiencia me dejó marcado para siempre. Ahora me sucede como al viejecito, algo duro de oído, que vio un escándalo en la calle. "¿Qué sucede?" -le preguntó a alguien. Contestó el interrogado: "Una riña; una disputa". Acotó el anciano: "Entonces ya no es tan niña". A lo que voy es a decir que me alegró el encuentro del Presidente López Obrador con los gobernadores de 31 estados del país. La reunión tuvo un bello escenario, pues todo en Tabasco es belleza natural. En esa tierra reina el agua, y donde el agua reina todo es hermosura. Espero que duren la concordia y armonía que en esa junta se observaron, y que se mantengan las buenas relaciones entre el poder central y los de las entidades, todo por el bien de México y de los mexicanos. Con lo anteriormente dicho he cumplido por hoy mi deber de orientar a la República. Creo entonces que ya puedo pasar a otros temas de menor sustancia y trascendencia. El juez de lo familiar le dijo al individuo: "Veo en su expediente que tiene usted tres esposas". "Es cierto, señor juez -reconoció el sujeto-. Una es muy poco; dos es bigamia, y la bigamia es delito". Las señoras estaban en la merienda de los jueves cuando oyeron que la pequeña Rosilita le preguntó a Pepito: "¿En qué se distinguen los niños de las niñas?". Hubo consternación y azoro entre las asistentes al escuchar la respuesta de Pepito: "Las niñas no tienen pelotas". La mamá del chiquillo se levantó apresuradamente para llevarse de ahí al crío. Pero entonces continuó Pepito: "Y tampoco tienen bates, guantes, careta.". FIN.