Desnuda por completo una mujer entró en el Bar Ahúnda. Su entrada hizo que todas las conversaciones cesaran, incluso las que eran sobre futbol, y que los ojos de todos los parroquianos siguieran a la recién llegada.
Se sentó ella en un banco ante la barra y con la mayor naturalidad le pidió al cantinero un tequila. El hombre no hizo ningún movimiento para servírselo. Sin despegar la vista de la fémina la miraba fijamente de arriba abajo. “¿Qué? -le preguntó la mujer, molesta por ese asedio visual-. ¿No ha visto nunca una mujer desnuda?”.
Respondió el cantinero: “Afortunadamente he visto muchas. Pero estoy tratando de adivinar de dónde se va a sacar el dinero para pagar la copa”.
Los recién casados habían hecho su plan para aquel domingo por la tarde. Comerían con vino; al final beberían un travieso licor que, se decía, convocaba a los deleites venusinos, y luego irían a la cama a gozar de su amor. Apenas iban a sentarse a la mesa cuando llegó la mamá de él y les informó que venía a comer. Se consternaron los dos enamorados esposos, pues no ignoraban que cuando la señora les caía se quedaba toda la tarde, y había que hacerle conversación. Pero el amor todo lo vence. Omnia vincit amor, dijeron los latinos. La chica le preguntó a la importuna visitante: “Suegrita: ¿no le importa que la comida sea de ayer?”. “Desde luego que no” -respondió la señora. “Entonces venga mañana” -le indicó la muchacha al tiempo que le daba su bolsa y la encaminaba hacia la puerta.
Don Cucoldo regresó de un viaje antes de lo esperado. Lo primero que hizo al llegar a su casa fue ir al baño a desahogar una necesidad menor. Nada menor fue su sorpresa, sino antes bien mayúscula, cuando vio a su mujer en la bañera en compañía de un atlético individuo. Antes de que el azorado señor pudiera articular palabra habló su esposa. “No pienses mal, Cucú. Leí una estadística según la cual seis personas se ahogan cada año en la tina de baño, y por si las dudas contraté un salvavidas”.
Cierta línea aérea invitó a cien ejecutivos y sus esposas a volar a Londres y pasar ahí un fin de semana para inaugurar esa nueva ruta. Una semana después las esposas recibieron un mensaje en el cual la línea les daba las gracias por su compañía y les manifestaba su deseo de que hubieran disfrutado el viaje. El 90 por ciento de las esposas respondieron: “¿Cuál viaje?”.
Don Adipio fue a la consulta de una nutrióloga, pues últimamente había engordado hasta alcanzar el extremo de la obesidad. Luego de los estudios correspondientes el ventrudo señor le preguntó, nervioso, a la especialista: “¿Tengo hipertiroidismo, doctora?”. “No -contestó la nutrióloga. Más bien tiene hipertenedorismo”.
El fiscal acusador era un hombrón robusto y de estatura procerosa. La abogada defensora, en cambio, era menudita. Al empezar los alegatos el fiscal se burló de ella: “¿Tendré como adversaria en este juicio -preguntó con sorna-, a una mujercita a la cual puedo llevar en el bolsillo trasero de mi pantalón?”. Replicó al punto la abogada: “Si mi ilustre colega me pusiera ahí tendría más inteligencia en las nalgas que en la cabeza”.
A las 8 de la mañana la esposa le preguntó a su marido: “¿Quieres desayunar?”. “No -respondió él-. Bebí anoche unas gotas de las mirificas aguas de Saltillo y se me quitó el apetito”. A las 2 de la tarde la señora volvió a preguntar: “¿Quieres comer?”. Repitió el hombre: “No. Bebí amoche unas gotas de las miríficas aguas de Saltillo y se me quitó el apetito. A las 8 de la noche la esposa preguntó de nuevo: “¿Quieres cenar?”. Y obtuvo la misma respuesta. Le dijo a su marido: “Entonces ya bájate, porque yo sí tengo hambre”.
FIN.