Columnas la Laguna

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

El médico le pidió a su bella paciente: "Permítame verle esa partecita oculta que a ustedes las mujeres las mete en tantos problemas". "¡Doctor!" -protestó la chica con enojo. Precisó el facultativo: "Le estoy pidiendo que me enseñe la lengua". Yo también fui conscripto. En aquellos años -el que vivimos ahora está a punto de convertirse en uno de aquellos años- en Coahuila se celebraba cada 26 de marzo una ceremonia cívica, la más importante del calendario oficial, tanto que siempre asistía a ella el Presidente de la República. Ese día se conmemoraba la firma del Plan de Guadalupe, por el cual don Venustiano Carranza desconoció a Victoriano Huerta, a quien de por sí conocía poco. En la hacienda donde se firmó ese Plan recogí de labios de uno de los firmantes una anécdota que no sé si es histórica o verídica. Un militar de nombre Hipólito Valdés iba a estampar su firma en el documento cuando alguien le musitó al oído unas palabras a don Venustiano, y éste le ordenó al dicho mílite que no rubricara el Plan. Ese tal Hipólito era el del corrido de Rosita Alvírez, aquel que echó mano a la cintura y una pistola sacó, y a la pobre de Rosita nomás tres tiros le dio. En el patriótico papel no podía ir la firma de un asesino. ¿Cierto el relato? No lo sé, pero en todo caso, como dicen los ingeniosos italianos, "Se non é vero é ben trovato", si no es cierto está bien narrado. Mas no es eso de lo que trata mi deshilvanada narración. La ceremonia del Plan de Guadalupe consistía en una serie de aburridísimos discursos cuya única compensación era la comida -barbacoa siempre- que se servía al final del protocolario acto. En la ocasión en que me tocó asistir como conscripto, los oradores enaltecieron a los veteranos de la Revolución Constitucionalista. Eran unos héroes, afirmaron todos. Terminada la ceremonia los políticos locales se precipitaron como búfalos hacia las mesas donde se serviría el condumio, y en  menos tiempo del que tardo en decir "¡Uta!" todas las sillas quedaron ocupadas. Cuando los viejos veteranos, tardos en el andar, llegaron al sitio de la comida, ya no quedaba un solo lugar en las mesas. Un anciano revolucionario que vestía raído uniforme y lucía en el pecho sus medallas fue hacia mí y me preguntó en tono humilde: "Perdone, joven. ¿Dónde nos sentamos los héroes?". Ahora la 4T llama héroes a los paisanos que vienen "del otro lado" a pasar la Navidad con su familia. Pero esos héroes son esperados aquí por una perversa fauna de malos policías y burócratas que los extorsionan, los hacen objeto de toda suerte de maltratos y convierten el anhelado viaje a su lugar de origen en un verdadero calvario. ¡Vaya forma de tratar a los héroes! De no ser por esos mexicanos, mujeres y hombres, que se parten el lomo trabajando en Estados Unidos para enviar un poco de dinero a los suyos y para poder traerles regalos en estos días, ya habría habido en este país un grave estallido de irritación social. Y así se los agradecemos: expoliándolos y humillándolos cuando vienen a su patria, en vez de protegerlos y ayudarlos a llegar con bien a su destino. Dice el actual dueño del país que ya se acabó la corrupción. Mentira, vil mentira, una más de las que cada mañana nos endilga. Aparte de las medicinas, dos artículos de primera necesidad están desapareciendo en México: la ley la verdad. Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, reprendió acremente a la cocinera porque hizo un platillo a base de lengua de res. Le dijo con enojo: "No voy a comer algo que estuvo en la boca de un animal". Adujo en su defensa la cocinera: "Hoy en la mañana le di a la señora huevos, y no protestó, aunque pasaron por otro lugar peor". FIN.

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