Este bonísimo señor se llamaba don Martín Cárdenas Valdés.
Vivía en la misma calle de Saltillo donde estaba la casa de mis padres, la antigua de Santiago, ahora nombrada del General Cepeda.
Don Martín amaba las higueras, árbol evangélico, y tenía un huerto donde las cultivaba con esmero. Los higos que sus higueras daban eran famosos por su sabor y su dulzura. Las señoras los buscaban para hacer con ellos los ricos dulces saltilleros de higo.
Este señor le regaló a mi padre una varita que cortó de una de sus higueras, y mi padre la plantó en el jardín de nuestra casa. La varita prendió, como se dice, y llegó a ser una higuera alta y frondosa. Cuando me casé llevé conmigo un brote y lo planté en mi casa para que hubiera en ella algo de la de mis padres. Hasta la fecha esa higuera da sombra y fruto en abundancia, Ayer gocé los primeros higos del año.
Bendigo a esta higuera, a la de mi padre y a las de don Martín. Bendigo a todas las higueras del mundo. Sé de alguien que maldijo a una. Y lo respeto, pero no lo entiendo.
¡Hasta mañana!...