Aún recuerdo con alegría aquél domingo que regresaba de General Cepeda, Coah., venía de disfrutar un fin de semana en aquellos mágicos paisajes, adornados de montañas bañadas en pinos, cedros, encinos, y oyameles, con la apacible fauna silvestre, venados, osos, zorros, pumas, mapaches, y bellas aves multicolores, y lo mejor de todo, buenos amigos, deleitando todo el tiempo con sus afables charlas, nos sentábamos alrededor de una enorme y humeante fogata, degustando los exquisitos guisos campiranos sin faltar el aromático café de olla, disfrutando de las seductoras estrellas al dormir a la intemperie.
Tenía un año de matrimonio, aún sin hijos, tal vez por eso me daba esos lujos, al regresar a casa y ver a mi esposa, me daba la noticia más bella que cambiaría mi vida para siempre. "¡Vas a ser padre!", tenía veintisiete años de edad. El hijo que Dios me enviaba sin conocerle, se convertiría en el milagro más grande de la vida, sentí una inmensa alegría y a la vez cierto temor, jamás había sido padre, estaba consciente que el tener a un hijo no me convertiría en padre de la noche a la mañana, los hijos son amor, dedicación, paciencia, orgullo, lágrimas, sacrificio, felicidad, con qué razón dicen, que es la única profesión donde se recibe el título antes de iniciar la carrera.
Pasaron los primeros años y me consideraba un aprendiz en la paternidad, la vida pasa tan rápido, que aún no alcanzaba a entender a nuestro hijo, cuando llega su primer cambio, y abandona la infancia, fueron extenuantes sus cuidados, luego pensamos, ser padre de un adolescente con mayor raciocinio resultará más sencillo, y nos equivocamos, las preocupaciones aumentan con su libertad de pensamiento y de acciones, en la siguiente etapa de la vida donde persiste la ecuanimidad, deducimos, ahora reinará la tranquilidad, y es cuando llegan los problemas más serios de nuestros hijos adultos, sobre todo porque están fuera de nuestro alcance resolverlos, para entonces ya no contamos con las facultades de antaño, y aún así, jamás abandonamos la paternidad.
La vida es tan fugaz, que la juventud pronto se diluye, y llega el invierno a nuestras vidas sin darnos cuenta, y es hasta entonces, que los hijos comprenden que aquél hombre incansable, es vulnerable, que tenía sentimientos y derramaba lágrimas, que enfermaba y no lo decía, que trabajó toda la vida sin otorgar lujos, solo para dejar la mejor herencia que un padre pueda legar a sus hijos. "Su Profesión".
Hasta que somos viejos comprendemos al padre, nos damos cuenta del gran corazón y sabiduría de sus consejos, después de haber permanecido durante años tras la sombra de la brillante y amorosa madre consentidora. Los padres tenemos la lamentable tarea de ser los verdugos en la familia, que nos partía el corazón.
Recuerdas cuando llegaba contento a casa, y me esperabas temblando al recibir las quejas de tu madre, que para mí resultaban nimiedades, pero tenía que respaldarla y castigarte, cómo olvidar el remordimiento que me aquejaba durante días, cuando negaba el permiso que me pedías con tanta ilusión por causa de tus calificaciones, cuando te reprendía fuertemente por llegar tarde a casa sin permiso.
Medía tu comportamiento a través de mis años maduros, que comparado con el mío cuando tenía tu edad, eras un santo. Espero que algún día nos comprendan por haberlos hecho hombres de bien, la responsabilidad y los valores es el único camino para salir avante en la vida, siempre los amaremos, más que a nuestra propia vida. Aún no terminamos de comprender la paternidad, cuando el Señor nos otorga la recompensa más grande que un padre pueda recibir, y es entonces cuando encontramos la paciencia y sabiduría para los hijos, cuando llegamos a tener en los brazos . ¡A los hijos de nuestros hijos!