Será por la cercanía del retorno a la nada, el olvido de los hijos o hasta las continuas ofensas de quienes asumen que el discurso público se concreta a mentir con la seguridad de quien dice la verdad, o todo junto, pero esta tarde en la que acomodo letras llega a mí un desfile de recuerdos en orden cronológico que presenta un resumen de vida no pedido.
Por supuesto que no entraré en detalles sobre esa marcha de recuerdos, pues sin duda es de interés limitado.
Retomaré entonces sólo una parte de ellos, suficiente para someter algunas ideas primarias al cuestionamiento del lector.
En síntesis, esos pensamientos simples parten de mi formación o deformación, como usted prefiera considerarlo al concluir esta exposición, en el sector privado, al que casual y paradójicamente ingresó un preparatoriano que se consideraba de "izquierda", pero que hoy, al conocer el prostituido uso de ese término, rechazaría tal etiqueta.
La primera etapa de mi vida laboral transcurrió dentro de la empresa privada, donde imprimí en mi mente tres grandes sentencias que hasta la fecha tengo muy presentes. Desde ese entonces creí entender que ni la inteligencia ni los valores humanos son propiedad de una sola ideología.
Más allá de la ortodoxia de la administración o de la validez que puedan tener las siguientes aseveraciones impresas en mi ser, la comunicación de mis superiores jerárquicos en esa época fue muy clara al advertirme:
"Está usted aquí para poner orden, no para hacer amigos"; "nadie más es el responsable de su equipo, lo que incluye los aciertos y errores de cada uno de sus integrantes"; y "sus mejores deseos de nada servirán si no entrega resultados".
Si esas sentencias fueran aplicadas a la administración pública, muy posiblemente registraríamos hoy una ola de despidos.
Claro, existen diferencias sustanciales entre la empresa privada y el sector público.
Mientras que la búsqueda de la rentabilidad rige en la primera, el segundo debe privilegiar el servicio al ciudadano para contribuir al desarrollo de su sociedad y bienestar individual.
Sin embargo, ambos ámbitos podrían llegar a sus respectivos fines siguiendo algunas reglas en común.
Si lo anterior es aceptado, entonces difícilmente algún funcionario podría evadir su contribución a la sociedad y al individuo argumentando que goza de gran popularidad, claro, a cambio de no aplicar su autoridad y permitir el desorden.
Tampoco sería válido mantener en un puesto público a quien renuncia a la dignidad y honestidad cuando trata de mantenerse incólume atribuyendo a sus subordinados una falla, olvidando otros valores como la responsabilidad del líder y la lealtad que él también debe tener con sus colaboradores. Resultaría cobarde e indigno permanecer al margen de errores, omisiones y faltas del equipo que se encabeza, lo que evidenciaría permisividad, indolencia o complicidad.
Y si la tercera sentencia fuera también aceptada como aplicable a lo privado y público, quizá acabarían cosas como las relativas a los discursos reciclados en cada periodo electoral, generalmente listas de buenos deseos ajenos a la estrategia y planeación para convertirlos en resultados. Es necesario insistir: de poco o nada sirve seguir ponderando a la democracia como el mejor sistema de gobierno, cuando en países como el nuestro dista aún de producir resultados objetivos en la calidad de la vida cotidiana de las mayorías.
Hasta aquí esta parte del desfile en una memoria atribulada, marcha cuya conclusión propuesta indica que cumplir con el deber y tener dignidad son parte de la gran esfera de la vida que contiene lo público y privado.
