El Kongresshalle (Salón de Congresos). Imagen: Wikimedia
En 1933 la Gestapo cerró con violencia las instalaciones de una antigua fábrica de Berlín donde un grupo de alumnos y profesores, liderados por el arquitecto Mies van der Rohe, se esforzaban por mantener el espíritu y las enseñanzas de la escuela Bauhaus, tras el cierre de las emblemáticas instalaciones de Dessau el año anterior. Esto marcaría el arranque del éxodo de afiliados a esta institución, que expandieron por el mundo el estilo moderno, una estética única en diseño y arquitectura que pervive hasta nuestros días.
Para Adolf Hitler, la Bauhaus representaba un “cosmopolitismo judío” y, como todas las manifestaciones artísticas de la modernidad, la consideraba “arte degenerado”, al igual que el fauvismo, el expresionismo y la abstracción. Y es que esas vanguardias no le servían como elemento de promoción. El fürher requería un arte que poseyera el prestigio del pasado y la seducción del ornamento para atraer la mirada de las masas. Por eso se volcó hacia el estilo neoclásico, de tal manera que la arquitectura desarrollada bajo el nazismo evocaría el pasado del Imperio Romano con toques de art decó, pero transfigurado, magnificado, generando una arquitectura fuera de escala humana, producto de un ego desmedido, panfletista y totalitario.
PROYECTOS PARA TRANSFORMAR BERLÍN
El primer arquitecto de cabecera al servicio de Hitler fue Paul Ludwig Troost, quien diseñó la Haus der Deutschen Kunst (Casa del Arte Alemán) en Múnich, construida de 1934 a 1937, el primer edificio propagandístico del régimen. Su gran pórtico, inspirado en una stoa griega, pretende recuperar el espíritu grecolatino del prestigioso arquitecto neoclásico Friedrich Schinkel.
A la muerte de Troost en 1934, tomaría su lugar Albert Speer, quien concibió los proyectos más ambiciosos de la Alemania Nazi. Inspirado en la antigüedad egipcia, babilónica y romana, entre otras grandes culturas, sus diseños exaltaron la monumentalidad que buscaba Hitler para su gobierno.
Speer reformó el Estadio Olímpico de Berlín para los juegos olímpicos de 1936, añadiendo un exterior de piedra que fuera el escaparate adecuado ante los ojos del mundo puestos en el evento. Hacia 1938 se le pediría construir el ya desaparecido Palacio de la Nueva Cancillería del Reich. Con un salón de espejos inspirado en Versalles, lujosos interiores de mármol, y muros y muebles tallados con esvásticas, fue el centro neurálgico del poder. Su destino fue el de la mayor parte de la arquitectura nazista alemana: fue destruido por los soviéticos.
Sin embargo, el proyecto más ambicioso de Hitler era transformar Berlín, a la que consideraba una ciudad provincial, en la gran capital del mundo que llevaría el nombre de Welthauptstadt Germania. Para esto tendrían que derribarse una gran cantidad de edificios y monumentos, afectando el patrimonio de la urbe. Speer se puso a trabajar en el plan maestro de la nueva capital, cuyo corazón estaría organizado en torno a un eje central orientado de norte a sur, de aproximadamente cinco kilómetros de largo por 120 metros de ancho, que podría ser usado para los desfiles militares. Se proyectó un arco del triunfo que se levantaría a más de 100 metros de altura para superar con creces el de Napoleón. Su objetivo era celebrar las victorias del führer, siguiendo la tradición de los emperadores romanos.
También se planeó la construcción de un Museo de Arte Nacional, dos veces más grande que el Museo del Louvre, para albergar la gran cantidad de obras expoliadas de las naciones invadidas. Pero el edificio más emblemático de este proyecto desmedido sería la Volkshalle (Sala del Pueblo) para albergar a unas 150 mil personas. El inmueble de 290 metros de altura, inspirado en el Panteón Romano, estaría coronado por una cúpula de 250 metros de diámetro. De haberse llevado a cabo, sería el espacio cerrado más grande del mundo. Esta enorme construcción hubiera constituido el templo de poder de Hitler, donde las grandes multitudes destinadas a escuchar sus discursos serían reducidas a meros instrumentos del régimen.
EDIFICIOS NAZIS SOBREVIVIENTES
En la Exposición de París de 1937 se presentaron frente a frente los pabellones de Rusia y Alemania, compitiendo en monumentalidad y poder. Cabe mencionar que, en este evento, Picasso expuso Guernica como protesta ante los bombardeos alemanes permitidos por Franco sobre el emblemático pueblo vasco, anticipando los horrores de la Segunda Guerra Mundial.
En el pabellón de la Rusia estalinista se presentó la maqueta del Palacio de los Soviets, diseñado por Boris Lofán. Debido a este edificio, que estaría coronado por una escultura de Lenin y que nunca se llegó a construir, se dinamitó la Catedral de Cristo Salvador que, ante el fracaso del proyecto, se volvió a erigir. Por otro lado, en el pabellón alemán se exhibió una maqueta con varias edificaciones para Nuremberg, “la Ciudad de los Congresos”, como el Campo Zeppelín.
Precisamente, entre la poca arquitectura nazi que sobrevivió en Nuremberg, destaca la tribuna del Campo Zeppelín, parcialmente destruida e inspirada en el altar de Pérgamo. Desde ahí, Hitler se dirigía a las multitudes reunidas durante los congresos de apoyo al Reich. En 1934, Speer rodeó el exterior de esta construcción con 150 reflectores antiaéreos, creando un efecto de “catedral de luz” para exaltar el poder del führer. El interior de este proyecto faraónico es por demás interesante y perturbador. Pareciera que se entra a una tumba egipcia o mausoleo romano al contemplar el Goldener Saal (Salón Dorado) lleno de esvásticas y símbolos nazis. También sobrevivió el inconcluso Kongresshalle (Salón de Congresos), un imponente edificio que imita al Coliseo Romano.
Con el paso del tiempo, estas dos construcciones se fueron deteriorando ante el peso de su origen ignominioso. Los restos de la tribuna comenzaron a caerse a pedazos, constituyendo un peligro para aquellos que la visitaban.
En los últimos años se generó un debate entre las autoridades de Nuremberg y el gobierno federal alemán. ¿Qué hacer con estos edificios, restaurarlos o demolerlos? Ante el compromiso de subsanar los daños inflingidos por el horror nazi, un sector de la población alemana pretendía borrar todos los signos de ese pasado incómodo. Mantener esta arquitectura es conservar un pasado doloroso a través de las cicatrices de la memoria; sin embargo, destruirla no eliminará las atrocidades cometidas por el régimen. Por ello se empezó a barajar la posibilidad de transformar los inmuebles en recintos culturales, ante el escándalo de muchos.
Al final, la ciudad de Nuremberg decidió rehabilitarlos: se destinarán 85 millones de euros para mantenerlos en pie. El costo será absorbido por el estado de Baviera y el gobierno federal. El Campo Zeppelín será un parque cuya historia y significado serán puestos de manifiesto para los visitantes, y el Palacio de Congresos se convertirá en hogar y taller de artistas.
El objetivo es que las piedras de los edificios hablen. El pasado no se puede borrar ni cambiar eliminando de tajo restos arquitectónicos, pero el futuro puede mejorarse. Tal vez conservar estas construcciones permita reflexionar sobre los errores para que, más allá del dolor, sean recordatorios de hechos y acciones que la humanidad debe asegurarse de no repetir.