Unos días después de la primera elección de Donald Trump, Masha Gessen escribió un artículo para el New York Times donde examinaba la amenaza de su victoria. A pesar de que había sido un artículo solicitado por el diario, el Times decidió no publicarlo. Le parecía alarmista y no quiso difundir un texto en el que se describía al demagogo con un autócrata. El periódico de Nueva York, por supuesto, no veía con buenos ojos la presidencia de Trump, pero no estaba dispuesto a promover lo que consideraba una lectura desmesurada de la circunstancia. A los editores les parecía insostenible el paralelo que Gessen hacía entre el magnate neoyorquino y el dictador de Moscú. Seguían envueltos en el discurso de la excepción histórica de los Estados Unidos e invocaban la leyenda de la corpulencia institucional que domesticaría a cualquier ambicioso. Rechazado por el diario que lo había solicitado, Gessen lo envió al New York Review of Books. Ahí se publicó inmediatamente, convirtiendo sus instrucciones para sobrevivir la autocracia en el artículo más consultado en la historia del medio.
Gessen daba en aquella pieza una serie de instrucciones para sobrevivir el gobierno que empezaba. Había que rechazar enfáticamente la tentación de normalizar la aberración. Se iría sintiendo inevitablmente. Poco a poco se vería normal la mentira, se escucharía el insulto desde el poder como algo ordinario, se trivializaría la trampa y la ilegalidad. No hay que pensar que, porque sale el sol al día siguiente de la catástrofe, las cosas han retomado su curso ordinario. A la ciudadanía le correspondía mantenerse en estado de indignación permanente. No cansarse en el ejercicio de ese deber cívico que consiste en rechazar lo inaceptable. La primera regla en ese instructivo de sobrevivencia era creerle al autócrata. Para anticipar el rumbo de una nueva autocracia, no valen los precedentes. Que nunca haya pasado antes no significa que, bajo un nuevo régimen, no pueda suceder ahora. La mejor pista predictiva son las ofertas y las amenazas del autócrata. Tendemos a descartar su palabra como si en ella no estuviera la mejor guía de lo que hará. Pero lo dijo bien Gessen al día siguiente de la victoria de Trump: más nos vale creer lo que dice el autócrata y dejar de engañarnos pensando que lo que promete se olvidará tan pronto asuma el poder.
El segundo gobierno de Trump no será la reedición del primero. Lo ha dicho con claridad e insistencia. Viene por la venganza, tiene la intención de perseguir al enemigo interno que es, a su juicio la amenaza más seria para su país. No caerá en el error de confiar en profesionales. Apostará, como ya se ha visto en sus primeros nombramientos, por los más leales a su secta. Su poder se ha reforzado. La base electoral que lo apoya es considerablemente más ancha hoy de lo que fue hace ocho años. Ganó la mayoría en el colegio electoral y el voto popular; su partido controla ambas cámaras, la Corte que es ideológicamente afín, le ha concedido autorizaciones monárquicas. No enfrenta ya ningún obstáculo dentro de su partido, ni la contención que, en principio, podría haber significado la perspectiva de la reelección.
En México deberíamos atender la sugerencia de Gessen: hay que prepararnos para que un presidente desatado haga lo que ha dicho que hará. La posición oficial parece convencerse de que la amenaza es manejable. Eso es lo que hemos escuchado durante las últimas semanas. Que un golpe a México sería un disparo en el pie. Que somos demasiado importantes para la economía de Estados Unidos. Que Trump es autor del nuevo tratado comercial y que por ello lo cuidaría como hijo propio. Que somos aliados imprescindibles frente a la verdadera amenaza política que representa China. Que las deportaciones que ha anunciado serían contraproducentes e impracticables. Que es inconcebible una intervención en el territorio mexicano para destruir bases del narcotráfico, una vez que se les declare terroristas. Se nos dice también que el presidente es un animal "transaccional" que ladra para no morder.
El Trump que regresa a la Casa Blanca no es un novato que aprende lo elemental en el puesto, sino un político envilecido y desbocado que defiende una agenda radical acompañado de ideólogos furiosos.