Poder absoluto
En los tiempos del viejo PRI, el presidente definía todas las grandes decisiones. No había una oposición con la que hubiera que negociar. Diputados, senadores y gobernadores, incluso los ministros de la Suprema Corte, aceptaban las órdenes del mandatario. El único límite era el sexenio. Al cabo de seis años, un nuevo emperador asumía el control del Estado y el anterior perdía todo el poder.
Recordemos a José López Portillo, quien fue de error en error en su gobierno. Endeudó primero al país para realizar obras faraónicas. En 1981, después de varios años de altos precios del petróleo, estos empezaron a caer, pero él se negó a reducirlos. Los clientes internacionales dejaron de comprar el crudo mexicano, lo que provocó un desplome de los ingresos del gobierno; López Portillo, sin embargo, los amenazó diciéndoles que ya no les vendería más petróleo. Esto hizo que se demorara la recuperación de las ventas de crudo cuando ya finalmente el presidente se vio obligado a bajar los precios. El costo fue enorme.
López Portillo prometió que no devaluaría el peso, que lo defendería “como un perro”, pero en marzo de 1982 se vio obligado a devaluar. El peso arrastró a toda la economía, que cayó en una profunda recesión que duraría una década. El presidente no quiso aceptar la responsabilidad de sus errores y culpó a los banqueros e incluso a los cajeros de los bancos. El 1 de septiembre de 1982 decretó un control total de cambios, tarea imposible en un país con tres mil 169 kilómetros de frontera con Estados Unidos, y la estatización de los bancos nacionales —sólo al único extranjero, el estadounidense Citibank, le permitió seguir siendo privado—. Cuando los banqueros promovieron amparos, López Portillo enmendó la Constitución de un plumazo para decretar que la banca debía ser un monopolio del gobierno; de ese tamaño era su poder.
Las cosas fueron cambiando poco a poco. Tuvimos reformas electorales en 1977, 1986, 1990, 1993, 1994 y 1996, las cuales se hicieron de común acuerdo con la oposición. En 1997 el PRI perdió por primera vez la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados. En el año 2000 se produjo el primer triunfo reconocido de un candidato de oposición a la Presidencia de la República. Había terminado la presidencia imperial, México ya era un país democrático.
Hoy vamos hacia atrás. Si ningún partido tuvo mayoría absoluta en el Congreso —de 50 por ciento más un voto— en el período democrático, en 2018 Morena y sus aliados compraron legisladores de la oposición, incluyendo a todos los del Partido Verde, para acercarse a una mayoría calificada, de dos terceras partes, que les permitía modificar la Constitución. En 2024 Morena y sus aliados obtuvieron 54 por ciento de los votos para la Cámara de Diputados, pero aprovechando las fallas de la ley buscan convertirlos en una mayoría calificada de dos terceras partes. Han impulsado, por otra parte, una reforma judicial que les dará el control de jueces, magistrados y ministros. Buscan también cambiar el sistema electoral para que se asegure que esta nueva presidencia imperial se quede para siempre o, por lo menos, los 70 años que le duró al PRI.
Los miembros de Morena, que pelearon durante décadas para la democratización de México, hoy están emprendiendo el camino contrario: están concentrando el poder tanto o más que el partido hegemónico del siglo XX. Dicen que ellos son “buenos” y no abusarán del poder. Olvidan el adagio de Lord Acton: “El poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente”.
